sábado, 1 de noviembre de 2014



MEMORIAS  RÚSTICAS  25
Villanueva en los años cincuenta

     La vida rústica de entonces se centraba en las faenas veraniegas de la recolección: la era. Medio año enfocado a este menester, y el otro medio, a la matanza. Esto hacía que, entonces, en el campo se trabajaba muchísimo. El paisaje de la dehesa era totalmente diferente a lo de hoy. Por todas partes había sembrados. El verdor de aquellas primaveras lo revestía todo: cercas de trigo, de cebada y, en los descuadres más pedregosos, el centeno (“Que por mayo era, por mayo, / cuando hace el calor, / cuando los trigos encañan / y están los campos en flor”, dice el Romance del prisionero). Luego, el paisaje amarillento de las espigas, esperando la siega. Nuestros cortijeros iban alternando cada año la siembra en las cercas. Un año, en otoño, se barbechaba una cerca, y al final del invierno siguiente se sembraban los garbanzos. Y al segundo otoño, la siembra de los cereales, a la vez que se barbechaba la cerca siguiente. Las yuntas de mulos, los arados de vertedera, o el arado romano. El yugo, el ubio y los aperos de labranza.
            Era curiosa la siembra de los garbanzos, que se hacía a primeros de marzo, cuando se siembran los almacigueros de los huertos. Para los garbanzos, la forma de barbechar se llamaba binar. Se usaba el arado romano, de madera, con una sola reja y con dos brazos de palo a los lados. El terreno se quedaba como un tejado: acaballonado, es decir, con caballetes y brechas laterales. Por esas semi-regueras se iba achorrillando luego la simiente de garbanzos. Luego volvía a actuar el arado romano, a cachazurco (surco), es decir, metiendo el arado por los caballetes, que se rompían, y la tierra iba a cubrir las dos brechas laterales. Así quedaba enterrada la simiente de los garbanzos.
            Para quitar la hierba de los sembrados en primavera y para romper la tez endurecida del terreno (corteza), se utilizaba la grada, la cual pasaba arrastrada, tirada por una sola bestia. La grada es una malla grande de hierro, con pinchos, unida a una zanga, una especie de U de hierro, donde se acoplaba la bestia, mediante un mono-ubio o anterrollo. La grada se pasaba por el sembrado de cereales, antes de encañar, no sobre los garbanzos. Todavía se conserva en el cortijo una grada, con su zanga.   
Todo un mundo cerealístico que nada tenía que ver con el panorama actual. Los cereales y los sembrados han desaparecido en toda la comarca. Hoy nadie ara, ni siembra, ni recolecta, ni siquiera (apenas) los huertos aquellos tan ubérrimos: con higueras autóctonas, ciruelos, granados… ni se vive ya en el campo… Aquellos cortijos que las mujeres tenían como los chorros del oro, rodeados de arriates y de flores autóctonas, hoy todo desaparecido. Los cortijos son hoy cuadras y zahúrdas, en los huertos pasta el ganado, y ninguna flora autóctona queda superviviente.
Apenas terminaba el curso, a últimos de junio, o antes, ya nos esperaba mi padre, con la burra aparejada, para salir a toda prisa a las faenas inminentes. No gozamos nunca de ocio: los estudios y el campo. Siempre con muchas obligaciones, sin ese placer de andar por la urbe a la zumpamzún, que disfrutaban otros. La primera recolección con la que me encontraba era engavillar el hecho. Mi padre segaba el heno con la guadaña, con la molaera al cinto, metida en un cacharrillo de cuerno con agua. El primer día haciendo gavillas de heno seco, mis manos de estudiante, níveas y señoritiles, se llenaban de esconchones (heridas) y arañazos de los cardos y las ulagas secas, trozos de zarzas… ¡Un desastre para el cutis! Pronto, los callos convertían aquellas manos urbanas en rústicas.
                                  
A continuación, llegaba la siega. Se empezaba por la cebada, luego el trigo, y por último el centeno. Para la faena, mi padre traía un poco de ayuda de fuera, y contrataba a Las Camachas (Anita, Agustina, María, etc.), que eran vecinas y hacían jornales. Sólo un verano, la ayuda no estuvo disponible, y tuvo que ser mi madre sola la que se puso a segar la Cerca del Cerro, y mi hermano y yo le ayudábamos, con nuestro sombrero de palma y cinta al cuello, unas hoces más pequeñas, y los dediles para proteger los dedos de la mano izquierda, que era la que peligraba ante los embates de la hoz. Horrible trabajo, a pleno sol, ante el sonido heavy de la chicharra. Ya extenuados, pedía a mi madre nos dejara segar en la sombra de los chaparros, cosa que nos otorgaba. El único consuelo era el pilar, con el agua fresca del pozo. Luego, en el cortijo, gozábamos de otro invento refrescante, que era el agua de litines (Litinoides Serra, todavía me acuerdo, ¿se sigue vendiendo esto? ¡Sí! ¡Los he encontrado en la Farmacia!). Son unos sobres, como de gaseosa, que se echan en una botella de agua con tapón hermético. Una de las grandes delicias de nuestra infancia, el agua de litines.
            Terminaba la siega y quedaba la cerca en rastrojo, con los haces dispersos por doquier. La tarea siguiente era barcinar, es decir, ir recogiendo los haces con el carro. Mi padre le ponía al carro los varales largos (estacas), y ¡a la faena! Mi función era ir por el rastrojo, con la horca de hierro en ristre, pinchando los haces, y levantarlos al aire, para que mi padre los colocara en el carro. Para esta tarea se usaba la horca de hierro de dos pinchos (horcón). Para tareas generales, como esparcir los haces en la era, se usaba la horca de cuatro pinchos. A veces los haces, tan grandes, casi me tumbaban para atrás. Y algo sorprendente: debajo de cada haz, casi siempre había alacranes, el terror del hombre del campo. Y con el carro cargado hasta los topes, se iban dando viajes y se amontonaban los haces en la era.
            Las eras se ponían siempre en lugar un poco elevado y con fácil entrada del viento del Oeste, que es el que predomina en verano, a fin de aventar hacia el Este, más o menos. Una vez los haces esparcidos en la era en forma de círculo, llamado la parva, se procedía a la tarea de la trilla. En nuestro caso, utilizábamos tres bestias: los dos mulos y la burra. Semanas antes, mi padre los traía al pueblo, a la calle Génova, al banco herrador, donde les ponían herraduras nuevas. Y ya en forma, a machacar la parva. Se les ponían cabestros largos, y allí me zambullía entre el maremágnum de haces, pero no en el centro del círculo, sino en la mitad del radio, a fin de que, las bestias, dando vueltas, pasaran siempre: por la orilla y por el centro. Y uno allí, de pie derecho, a pleno sol, con nuestro sombrero, eso sí, adelantando dos pasos en cada vuelta. Al principio, hasta que bajaba de volumen la parva, las bestias medio se caían y se atascaban en aquel revoltijo. Cuando la parva bajaba, se podía usar el trillo, pero nosotros no teníamos. A veces nos lo prestaba el tío Pedro: una especie sillón, con ruedas de sierra, y a dar las vueltas de la misma manera, pero sentados en el trillo, tirado por las bestias. Lo peor era el calorazo, ante la sinfonía áspera de las chicharras. Llegué a inventar un truco para el reparto “justo” del tiempo con mi hermano Gabriel, que era el que me tenía que relevar al soletazo. Instalé en el chaparro de la era, de sombra reparadora, aquel viejo despertador, de campanillas de bombero, que sonaba cada 15 minutos. Era el relevo.
FOTO: El carro antiguo, imprescindible en la vida diaria. Aquí, una foto del Álbum de Aldo Morandi, de 1937, en Valsequillo.
                                                             FRANCISCO MORENO GÓMEZ

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