EDITORIAL
Todos debemos coincidir en que en
toda la historia de nuestra democracia, que no es muy larga que digamos, nunca
como en los últimos tiempos de ella se nos ha llenado tanto la boca de
veneración y halagos hacia este sistema de gobierno.
Entendemos que esto tiene un
peligro, peligro que se ha convertido en un hecho real, en una situación que se
está produciendo cada vez más. Este tanto halago y veneración hacia la
democracia han llegado a corromperla. Tenemos que reconocer que la corrupción
aflora cada día más entre los políticos, de todos los signos, que nos gobiernen
y lideran los partidos, esos mismos políticos que en sus mítines, discursos o
charlas invocan la democracia de forma maniaca y casi idólatra
Creemos haberlo dicho otras veces
en esta editorial, y aunque esta apreciación de la democracia no agrade a estos
mismos que la veneran (hipócritamente entendemos), volvemos a repetirla, la
democracia, en nuestro país y en los últimos tiempos, se ha convertido en una
dictadura del que más votos tiene, ¿o no? En nombre de la democracia se puede
hacer todo, esto está más que demostrado, y además en muchos casos con toda
impunidad y con protección jurídica
Nos podemos preguntar, ¿por qué
está ocurriendo esto? La repuesta es porque detrás de esta exagerada idolatría
hacia la democracia “se esconde una galopante degeneración que amenaza con
convertir la democracia en tiranía” (Juan Manuel de Prada). En nombre de los
votos otorgados se cometen auténticas corruptelas y muchas, como decimos antes,
impunemente, porque en esta democracia corrupta y degenerada en la que vivimos,
o con la que se nos ¿gobierna?, los derechos de las personas pueden ser
manejados al antojo de quienes mandan y los deseos de estos, por muy bestiales
que sean, pueden estar amparados por la justicia. En una palabra se ha llegado
a pervertir el concepto de “derecho”, y detrás de esta perversión aparecen los
caprichos y antojos de los políticos, las corrupciones, el uso fraudulento del
dinero de todos en detrimento de los más desfavorecidos, el derroche
innecesario de fondos públicos mientras existe paro y necesidad, y tantas y
tantas corruptelas. Mientras tanto siguen engañando y embaucando al pueblo
otorgándole concesiones caprichosas convertidas en “derechos” (incluso
criminales como el “derecho al aborto”) y el pueblo no se da cuenta que esos
“derechos” se convierten así en concesiones graciosas (esto es, tiránicas) que
el poder les otorga y dejan de ser connaturales
al hombre.
En resumen nuestra democracia se
está corrompiendo de manera alarmante y su degradación, si pronto no se pone
remedio, puede llegar a ser total.
La raíz fundamental de los
problemas, las injusticias, el enriquecimiento de muchos a costa del empobrecimiento de otros, la
deshumanización que padecemos, es la falta de amor, en que nuestra vida debe
realizarse en el amor al otro. La lucha por la sagrada dignidad de cada persona
tiene que convertirse en vida cotidiana, en tarea central y esencial para vivir
humanamente. Decía Guillermo Rovirosa, fundador de la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica), que “todo lo que existe en la tierra es para el
hombre y el hombre es para Dios. Nos enfrentamos, por tanto, con los que
quieren posponer el hombre al dinero, o al Estado, o a la economía, o a la
producción”.
Como decimos antes, todo radica
en la falta de amor, de ese amor concreto de tratar al otro con justicia, de
ser justo con él. ¡Cómo cambiaría nuestra sociedad, nuestro mundo y nuestra vida si realmente en
la práctica reconociéramos la sagrada dignidad de la persona y pusiéramos en
primer lugar, siempre y sin excusas, a las personas!
Si queremos cambiar el mundo y
construir un mundo mejor tenemos que hacerlo a la medida del ser humano.
Solo si buscamos construir la
vida y la relaciones sociales desde el amor al prójimo, desde el reconocimiento
al otro, desde las necesidades de los otros, desde la justicia debida a los
empobrecidos, solo entonces construiremos lo que necesitamos, un país más
justo, un Estado más solidario y unos gestores y políticos más íntegros y
honrados.
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